viernes, 13 de mayo de 2016

Cómo leer este libro

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Lugares para precipitar ya se ha convertido en un objeto físico y palpable. A manera de homenaje a mis buenos amigos y a su obra, he escrito esta suerte de epílogo, repleto de referencias absurdas y sabiduría oculta. Una biografía ficticia de los dos poetas y un análisis de los temas de la obra y el porqué de su genialidad. Disfrútenlo, si pueden.



Por Lt. Martínez

“Muchos los tachan de absurdos, de juntaletras, a veces incluso ellos mismos dudan, como dudan todos los hombres geniales, del valor artístico de su trabajo, pero perdónalos, Señor, porque no saben lo que dicen.”   (De viris illustribus), San Jerónimo de Estridón.

Lugares para precipitar es, sin el menor atisbo de duda, una de las obras más notables del siglo XXI; la conjunción astral que supuso el esfuerzo conjunto de dos excepcionales autores, y del extensísimo bagaje acumulado a sus espaldas tras años de viajes, contactos y experiencias, fue algo que probablemente no volveremos a ver hasta dentro de uno o dos siglos. Dejó boquiabierta a la crítica, enamoró al público y arrasó en las librerías. Hoy en día es el poemario de referencia para cualquier poeta principiante, y su lectura y análisis son obligatorios en todos los institutos de Educación Secundaria del país. Es para mí un placer, por lo tanto, apartarme por un momento de mis deberes para con la patria y guiarles a ustedes por los entresijos del libro, como tantas otras veces guie a mi sección por caminos tortuosos plagados de insurgentes, bajo un sol abrasador; confío en que el viaje, en esta ocasión, sea mucho más placentero. Merece la pena, antes de entrar de lleno en la obra, dedicar unas pocas líneas a sus autores y sus sorprendentes vidas. Agradezco desde ya la valiosa ayuda de Corpas el Joven, amigo personal y biógrafo oficial de nuestros dos protagonistas, que llegó incluso a prologar y a participar en Lugares con algunos poemas de cosecha propia. De no ser por su libro El vals abrasador: vida y obra de dos poetas egregios[1], poco o nada sabríamos de la vida real de Valls y Brasero.

La infancia de Brasero no está marcada, como la de tantos otros, por la inquietud poética. No encontramos poemas garabateados en hojas cuadriculadas y emborronadas, ni diplomas de participación en certámenes de poesía infantil. Antes al contrario, siempre sintió una fuerte inclinación por las ciencias, y para él supuso un grandísimo esfuerzo el estudio, en su juventud, de Garcilaso, Quevedo, Góngora o Lorca. Tan pronto como termina la educación obligatoria en Madrid, se decide a estudiar Medicina. Se produce así el primero de sus grandes viajes, que podríamos considerar como iniciático, un rito de paso de la adolescencia a la juventud: se traslada a la Universidad Estatal de Medicina de Odessa, en Ucrania, tras aprender ucraniano de manera autodidacta. La rapidez y dedicación con la que llega a dominar el idioma sugieren que ese era su plan desde el principio, y revelan la meticulosidad de Brasero a la hora de llevar a cabo cualquier empresa. Ucrania tendrá una importancia capital en el desarrollo personal del autor, pues allí conocerá a quien sin duda fue su mayor influencia, su mentor e iniciador literario: el poeta itinerante Boris Varai Derrosa.

Se ha llegado a insinuar en numerosos simposios y mesas redondas sobre Lugares para precipitar que Brasero se decidió a acercarse a la poesía cuando se percató del éxito de los versos de Derrosa con las frías ucranianas. Mito o verdad, lo único cierto es que Corpas nos revela cuál fue el primer poema de Brasero[2], en el que se dan algunas pistas de la frustración que podría haber llevado al autor a abrazar la poesía[3]; se trata de una quintilla de métrica irregular, cuya rima no sigue el patrón tradicional; sin duda, un grito de rabia de Brasero contra los encorsetados requisitos de la poesía clásica:

Mi experiencia
trató de besar
a alguien en la cama
pero las mujeres eran reacias
a su destino.

Brasero traba amistad con el viejo poeta y pasa sus años de estudiante debatiéndose entre el bisturí y la pluma. Su gran sentido de la responsabilidad le mantiene en el camino de la ciencia, concediéndose sólo algunas tardes ociosas para acudir a encuentros literarios y lecturas públicas, o para escribir él mismo sus primeras y tímidas composiciones; Derrosa ve rápidamente el gran potencial de nuestro autor, potencial que intentará liberar y desarrollar. Licenciado ya en Medicina, Brasero se instala de nuevo en Madrid y se trae consigo a Derrosa (que ya había visitado la capital española en una ocasión), que insiste en acompañarle con el pretexto de visitar a un conocido (que no es otro que Corpas el Viejo, el eminente lexicógrafo español). El poeta itinerante, políglota y conocedor de los círculos literarios de todo el mundo, mueve algunos hilos y presenta a su joven promesa a las personas indicadas. A partir de entonces, ya nada será igual. Brasero se introduce progresivamente en el bohemio mundo del arte, y pasa el tiempo en compañía de poetas alcohólicos y prostitutas (de forma similar a Fernando VII, «acudía de incógnito a tabernas y colmaos para refocilarse con rameras baratas y trasegar vinazo en compañía de arrieros y majos»), incluso tras la partida de Derrosa, que regresa a Odessa para publicar una nueva edición ampliada de su obra cumbre, Noches en Madrid; esa será su última publicación antes de morir. Brasero homenajeará a su mentor al incluir en su obra varios poemas suyos, traducidos al castellano por él mismo. No obstante, continúa con sus estudios, y consigue el título de Doctor en Medicina, pero progresivamente va quedando claro que la poesía va a ser su ocupación principal, casi su obsesión[4]. Una vez doctorado, sólo utilizará su nuevo título para componer su pseudónimo literario: «Dr. Brasero»; el certificado en sí ocupará un lugar de honor sobre la chimenea victoriana de la casa familiar, convertido en un objeto decorativo más.

Esta intensa convivencia con el lumpen de Madrid se verá reflejada en el estilo de Brasero, que desea convertirse en un poeta maldito lo más rápido posible, y se dedica a la tarea con el mismo ahínco y tesón con el que aprendió ucraniano. La sexualidad explícita, el morbo y la obsesión con el cuerpo son reflejo y consecuencia de tantas horas pasadas en compañía de mujeres de mala vida en su burdel favorito, un antro llamado Ónice. Sus jugueteos con el alcohol, las drogas y las celebraciones de carácter orgiástico envuelven sus poemas en un halo nebuloso, exótico, foráneo, casi etéreo. La obra de Brasero es ruda, gutural, desgarradora y única. Las palabras se atropellan y avanzan a trompicones por el papel, se descuelgan desde el borde de un verso y caen de bruces sobre el siguiente, olvidado ya todo orden, todo patrón métrico y formal; desuella el verso y deja a la vista la carne viva del mensaje. Jamás habrá otro como él.

Brasero escribe y publica sus primeros poemarios, Anecdótico Patriarca y Glanduleando. Acerca del primero de ellos (para el cual consideró durante mucho tiempo el título de Cirrosis, y así lo denominan todavía sus primeros seguidores) él mismo declaró, y así fue recogido en la obra de Corpas, que «no se puede hablar de aceptación. Un minuto después de publicarlo, me arrepentí y traté de que nadie lo supiera». En cambio, el segundo era «lo mejor que he escrito jamás; ha tenido un recibimiento muy poco favorable para sus muchos méritos». Tras Glanduleando, Brasero inicia un viaje que le llevará por todo el mundo, en busca de inspiración para un tercer libro. Considera que su tercer libro debe ser también el último, y el mejor. Lo dejaremos en la estación de Atocha, a punto de comprar los pasajes hasta París, y volveremos a él a su debido tiempo; nuestro segundo protagonista nos reclama.

La vida de Valls[5] contrasta radicalmente con la de Brasero por su pronta iniciación en la poesía. Corpas nos regala divertidas anécdotas sobre la infancia de Valls, contadas de boca de su familia y amigos; por ejemplo, la ocasión en que declamó un soneto de lamentación improvisado a la tierna edad de cinco años, cuando su madre le preparó un plato de acelgas sin más aderezo que una pizca de sal; o aquella otra vez en que escribió un ditirambo dionisiaco completo en la puerta de los aseos masculinos de su instituto, dedicado a los exuberantes atributos de una profesora sustituta, y tuvo la osadía de firmarlo con su nombre completo, ganándose una expulsión de tres días. Estos dos ejemplos bastan, creo yo, para ilustrar el carácter de nuestro segundo autor: respiraba poesía.

Tras una secondary education accidentada (y varios meses encerrado en el presidio de Cuttinwing, en el condado de Manitowoc, acusado erróneamente de tráfico ilegal de prótesis mamarias[6]) le llega el momento de decidir qué hacer con su futuro. Para todos los que le rodean está claro que cualquier carrera no relacionada con las Humanidades equivale a un desperdicio de su talento, y que necesita encontrar una manera de canalizarlo. Empieza Filología Inglesa, pero la abandona al cabo de un año. Después lo intenta con Filología Clásica, Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, sin éxito. Realiza cursos de escritura creativa, talleres de poesía… toca absolutamente todos los palos, pero los abandona sucesiva e indefectiblemente[7]. Durante estos años no deja de escribir y experimentar con estructuras poéticas de toda índole, aunque de momento no se decide a reunir sus composiciones en ningún libro. Se acerca al expresionismo alemán (y le causan gran impacto los poetas alemanes muertos en el frente durante la primera guerra mundial, sobre todo los más jóvenes como Adler, Ferl, Hecht, Hinz y Leybold), a la lírica renacentista, al romanticismo y al dadaísmo. Partidario inicialmente de los clásicos, se decanta poco a poco por los modernos, y sus composiciones comienzan a centrarse en la forma y a dejar que el contenido se deduzca de esta (será su eterna marca personal). En Valls el significado no está oculto tras las palabras como en tantos otros autores; el significado ES las palabras, hasta la última de sus curvas y trazos significan; la palabra, el signo lingüístico, ya despojado de su aleatoria denotación convenida, revela al lector atento la belleza de su misma forma hueca.

Debido a su afición por la música, Valls acaba por descubrir al guitarrista argentino Luis Alberto Spinetta, el Flaco. Completamente fascinado, pero incapaz de entender ni una palabra de lo que dice el músico, Valls abandona por vez primera su país y viaja en barco a España[8], concretamente a Barcelona, donde estudia durante unos meses Filología Catalana e Hispánica. Este viaje coincide con el regreso de Brasero y Derrosa a Madrid. Los pasos nómadas de nuestros autores están a punto de encontrarse, y el mundo jamás podrá recobrarse.

Su interés por la música de Spinetta no hace sino aumentar una vez entiende sus letras, enormemente poéticas y experimentales. Rápidamente se convierte en su músico favorito, y en su inspiración poética; llega incluso a intercambiar correspondencia con el Flaco, que le da consejos creativos y termina por tomarle cariño y convertirse en una especie de mentor a distancia. Hay quien dice incluso que llegaron a verse en persona una o dos veces, pero se trata de meros rumores sin base documental. Valls no tarda mucho en interesarse por la intensa vida cultural de Barcelona; deja sus estudios a un lado y se introduce en los círculos literarios bohemios, asiste a lecturas públicas de poesía y poco a poco se va atreviendo a presentar sus obras, de fuerte inspiración spinettiana, que resultan muy bien recibidas por el público. En unas semanas, el nombre de este poeta estadounidense que escribe en castellano corre de boca en boca, y llega a oídos del veterano Varai Derrosa (el cual, recordemos, se encuentra en Madrid en compañía de Brasero). En una visita fugaz a Barcelona, Derrosa asiste a uno de los viscerales recitales de Valls y queda profundamente conmovido por su estilo innovador. Se presenta a Valls (que, por supuesto, ya conocía bien la obra del afamado «poeta itinerante») y acuerdan verse de nuevo en Madrid a no mucho tardar. Efectivamente, un mes después, Valls se desplaza hasta Madrid.

En el bohemio café Boadicea se reúnen nuevamente Valls y Derrosa, que esta vez se ha traído consigo a su protegido, Brasero. Y así fue, señoras y señores, cómo se conocieron estos dos titanes del verso: a través del ya talludo Derrosa, que sin duda tenía mucho interés en poner en contacto a los jóvenes talentos de la nueva generación antes de ponerse fuera de circulación. Valls y Brasero charlan animadamente durante horas; por aquel entonces, Brasero está terminando su doctorado y prepara el borrador de Anecdótico Patriarca; Derrosa está planificando ya su viaje de vuelta a Odessa. Valls permanece unos días más en Madrid antes de regresar a Barcelona, donde seguirá carteándose con Brasero durante un tiempo.

Valls ya ha reunido una abundante obra literaria, desordenada y caótica pero sublime. Sus amigos y admiradores le recomiendan que publique un libro de poemas dedicado a Spinetta, su inspiración, pero Valls se resiste; todavía no está satisfecho con lo que puede ofrecer al público. Él quiere que su primera obra bien pudiera ser también la última; dejar dicho todo lo que tenga que decir.

Pasa el tiempo, y a Valls se le ocurre la idea de volver a escribir a Brasero (con el que poco a poco había ido perdiendo el contacto) para proponerle escribir una obra conjunta. Corpas el Joven habla de una carta, hoy perdida, en la que el propio Spinetta le habría sugerido a Valls esta idea. Jamás lo sabremos. Pero el caso es que Brasero se encuentra en ese momento presentando Glanduleando, y sumergido en un mar de papel, traspapela la carta. Valls se siente desairado, pero no renuncia a la que —está seguro de ello— puede ser la mejor de sus ideas. Se apresura a viajar hasta a Madrid, pero la casera de Brasero le dice que ese mismo día el poeta parte a un largo periplo por el mundo que le llevará varios meses. Por suerte, Valls llega a la estación justo cuando Brasero está comprando los billetes para París. Tras una entusiasmada conversación, los dos poetas deciden que lo mejor es emprender conjuntamente ese viaje, y que de tamaña expedición deberá nacer la famosa obra conjunta.

Brasero y Valls visitan prácticamente todos los países de Europa, Asia y América durante casi dos años de peregrinaje. A menudo evitan las urbes más populosas, y recorren las maravillas naturales que esconde cada territorio; el talento poético de los autores, potenciado por las sobrecogedoras vistas, las extravagantes costumbres extranjeras, los vinos espirituosos, las mujeres embriagadoras… parece no tener límites. Las cuartillas llenas de poemas frenéticamente escritos se amontonan en sus mochilas hasta tal punto que se ven obligados a enviar varios legajos de vuelta a Madrid, por miedo a perderlos o a que se estropeen por culpa de las inclemencias del tiempo. Valls insiste en pasar por Argentina para visitar el país natal de Spinetta, pero no consiguen dar con él y continúan su viaje. Sin saber muy bien por qué —casi se diría que por inspiración de las musas—, sus pasos les llevan hasta el inseguro y elevado promontorio de Preikestolen, en Noruega; también visitan el glaciar de Dachstein, en Austria, y atraviesan el precipicio por el estrecho y frágil puente que lo cruza. Un buen día, mientras amanece en los acantilados irlandeses de Moher, se les ocurre la gran idea: ¿qué es un acantilado sino un lugar para precipitar? La obra estaba lista. A su regreso, la noticia fatal: Derrosa había fallecido. Y Spinetta también[9].
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En la segunda parte de este epílogo, que empieza a ser demasiado shandiano, es mi intención mencionar algunos de los temas y elementos principales de la obra. Seguiremos un modelo de análisis mixto que aborde tanto la semiótica como la semántica. Tal enfoque es imprescindible en un libro de las características de Lugares: si ya ambos autores, considerados por separado, presentan un estilo que experimenta con la relación entre significado y significante, entre el signo lingüístico y la realidad, en su obra colaborativa este rasgo es elevado a la máxima potencia.

Dejaremos a un lado las interpretaciones de corte lorquiano, en las que todo simboliza la muerte, porque sinceramente no me convencen y me resultan tediosas. En efecto, todo puede ser la muerte (y es casi seguro que algunos símbolos, como el de las manzanas de cuerda blanca, se refieren a ella), porque somos seres destinados a morir y cualquier palabra articulada o escrita por nosotros lleva impreso ese mensaje de finitud y fatalidad… pero en ese caso todo resulta muy aburrido. Prefiero con mucho las interpretaciones de Lugares para precipitar como una monumental metáfora sobre el absurdo del universo. La aleatoriedad de nuestra realidad, encarnada en la elección de las palabras, es triple: por un lado, las palabras parecen escogidas al azar; por otro, parecen estar diseminadas aleatoriamente; por último, también su significado es una convención, algo que no tiene conexión con el mundo más que en nuestra mente colectiva y cultural: el superego.

Pero en esa aleatoriedad y ese absurdo surge el significado: un significado personal que creamos nosotros individualmente, a caballo entre lo instintivo y lo racional; los significados hilados de las palabras construyen imágenes y escenas costumbristas de algún extraño mundo alienígena, de un universo alternativo, en el escenario de nuestra mente. Con los mismos ladrillos morfológicos y el mismo mortero sintáctico con los que pedimos una barra de pan en la tienda de la esquina, Brasero y Valls nos transportan a una realidad paralela en la que las leyes de la física y la lógica no se conocen. Saussure[10], en su Curso de lingüística general, y Peirce[11] nos dicen que el signo lingüístico permite referir a una realidad que no está presente; nuestros dos autores van un paso más allá, y demuestran que el signo lingüístico puede referir a una realidad que no existe y, lo que es más, conseguir que exista.

El juego con las palabras es la esencia de Lugares. Este juego es, por supuesto, de doble intención, ya que el libro nos está desvelando indirectamente el cómo se llega a conocer cualquier cosa. Trata de la realidad más intensamente que la mayoría de las obras poéticas, y la poco concluyente conclusión queda, más que plasmada, simplemente intuida: el hombre es un misterio y el mundo es inescrutable; los modos ordinarios de aprehensión y análisis son absolutamente inadecuados a las tareas que se pretende lleven a cabo; la vida misma es inefable, ineluctable, y sin duda trágica, redimida sólo en la medida en que la redención es posible a través de la risa, que se burla del misterio; del amor, que lo acepta; y del arte, que lo recrea.

A pesar del título de la novela, los protagonistas verdaderos no son los lugares, sino esa «precipitación» a la que se hace referencia. Los lugares no son otra cosa que los espacios vacíos de nuestra mente, que los poetas someten a un rociado constante con agua de escorrentía que sabe a absenta, a Bovril y a fluidos corporales. Cuando esa lluvia pase, con el pasar de las páginas, los autores esperan que algo de todo ello haya precipitado, en el sentido químico de la palabra: que un residuo sólido de pura poesía haya cubierto el fondo de nuestra mente, y que cualquier nuevo líquido literario que vertamos sobre ella quede inevitablemente impregnado por esas sales precipitadas[12].
Basten estas palabras de Gil de Biedma para resumir mi posición acerca de este asunto y darle carpetazo, introduciendo a la vez el próximo tema: «Y en lo que se refiere a esto, señor, tengo un humor tan delicado y singular que si por un momento creyera que podía usted formarse el más mínimo juicio o hacer la menor conjetura plausible sobre lo que iba a acontecer en la página siguiente, la arrancaría del libro inmediatamente y me la comería».

En efecto, la esencia de Lugares es el reflejo del caos y de las posibilidades infinitas del lenguaje, pero todo ello no sería nada si no se construyera sobre un cimiento constante de sorpresa y singularidad: las metáforas y los símbolos se transforman continuamente (hay quien diría que, al igual que la materia, ni se crean ni se destruyen); se erigen ante nuestros ojos complejas efigies, para derrumbarse acto seguido como un castillo de naipes y dar paso a la próxima representación. Lugares es un ejercicio de alarde creativo: «Fijaos en cómo le damos la vuelta a vuestra simplona realidad de mil maneras distintas», parecen decirnos los autores con cada uno de sus poemas.

Y al mismo tiempo, la obra nos sirve como estímulo mental, porque nos obliga a ir tras ella e intentar seguir su ritmo, si queremos aprehenderla en su totalidad. Nos agiliza y estimula el intelecto de forma que sea capaz de desplazarse en zigzag de una imagen a la siguiente entre gráciles brincos y volatines, como un mono gibón que pasa ágilmente de una rama a otra mediante braquiación. Lugares para precipitar se revela, así, como la iniciadora del género que se ha dado en llamar Litareteratura; es toda aquella literatura que sigue el precepto de la Areté griega, la persecución de la excelencia intelectual y moral del individuo, con un claro propósito eugenésico de mejora de la especie humana. Son obras conscientemente difíciles de leer y de entender, de esas que «te estrujan el cerebro». Ese esfuerzo es el que nos hace enorgullecernos al decir que hemos leído Crimen y castigo, Ulises, la Divina Comedia o En busca del tiempo perdido[13], porque creemos que ahora somos mejores de lo que éramos antes de su lectura.

Finalizamos ya este epílogo presentando aquí un «protocolo» que, según Corpas el Joven, era el que empleaban Brasero y Valls (o al menos el que fantasearon con emplear alguna vez) cuando querían asimilar verdaderamente una obra que les hubiera causado una profunda impresión; una obra que, empleando los términos litareterarios, los hubiera hecho mejores. A criterio del lector queda, pues, decidir si Lugares para precipitar es esa obra. Yo, por mi parte, me despido, con la boca llena de papel (¡y qué excelente papel el de Gráficas Greco!).

Fragmentos de correspondencia entre Valls y Brasero, describiendo un curioso método de lectura contemplativa que han dado en denominar, en otro de sus giros poéticos, «asimilación estomacal».
Brasero: Cuando ya se haya leído uno el libro, habría que volver a leerlo […]
Valls: Yo lo que haría es dividir el libro en páginas e ir descartando cada día una página que no te convenza […].
Brasero: […] arrancar la página que no nos ha gustado y quemarla en la chimenea, hasta que sólo quede una, y […]
Valls: […] cuando entre las tapas desnudas no quede sino una única hoja huérfana y solitaria, esa será para el lector la esencia de la obra.
Brasero: Yo iría un paso más allá: arrancamos la hoja cardinal y la desmenuzamos en pequeños trozos. Después, nos metemos los restos en la boca y nos los comemos. Sólo así se asimilará verdaderamente el libro […]
Valls: Y cuando se termine la operación, sería conveniente enmarcar las cubiertas del libro y colgarlas a modo de cuadro como recuerdo de esas palabras que ya forman parte de ti. Después, ya puedes rociarte de gasolina y prenderte fuego; tu objetivo se ha cumplido.
(CORPAS, Jr. El vals abrasador: vida y obra de dos poetas egregios. Madrid: Editorial Prometeo, 2015. Pág. 564)





[1] Animo a los lectores curiosos a acudir a dicho libro, porque dejando a un lado a sus protagonistas, es una obra de un gran valor estilístico y humano, un auténtico ejercicio de Literatura con mayúsculas por parte de Corpas el Joven, que revolucionó el género biográfico de inspiración renacentista al fusionarlo con las vitae moralizantes grecolatinas y los diálogos puer-senex medievales; en relación a este último género, el intercambio que se establece entre el propio Corpas (o más bien su yo literario) y un personaje ficticio, Patronio, remite inmediatamente a El conde Lucanor.

[2] El lector perspicaz se dará cuenta de que dicho poema fue ampliado posteriormente, y aparece en Lugares como poema número XLII; sin duda un guiño de Brasero a sus orígenes y un homenaje a Derrosa.

[3] Recordemos las palabras del escritor argentino Alejandro Dolina (otra de las influencias de Brasero) en Lo que me costó el amor de Laura: «Se ha dicho que el hombre hace todo lo que hace con el único fin de enamorar mujeres».

[4] Este hecho es muy fácil de comprobar si examinamos su tesis doctoral, mención cum laude, que lleva por título Rompecorazones: el simbolismo en la cirugía cardiovascular.

[5] Aunque su nombre real era Balls, tan pronto como pudo se hizo cambiar el apellido de una forma sutil pero efectiva, hecho que coincidió con su viaje desde su país natal, Estados Unidos, a Barcelona. Fue su manera de mimetizarse con el entorno, por así decirlo. No obstante, Valls no olvidó por completo sus orígenes y mantuvo el título inglés Mister en su pseudónimo literario.

[6] Aunque su culpabilidad nunca llegó a demostrarse claramente, se dice que Valls perdió el juicio cuando le dijo al juez Patrick Willis que aquellas prótesis «eran para que jugasen los chavales». La broma le costó una considerable temporada a la sombra, una experiencia que sin duda marcó sus composiciones de esa época, especialmente el poema Ballad of Manitowoc Gaol y una larga epístola a sus padres que lleva por título De poco profundis, ambas de clara inspiración wildiana.

[7] En opinión de este epiloguista, este ir rebotando de aula en aula no hace más que dejar claro el carácter sumamente humano de nuestro autor. Recordemos a Laurence Sterne en Tristram Shandy (Alfaguara, 1999, p. 33): «Porque si es un hombre con un mínimo de espíritu, se encontrará en la obligación, durante su marcha, de desviarse cincuenta veces de la línea recta para unirse a este o a aquel grupo, y de ninguna manera lo podrá evitar. Se le ofrecerán vistas y perspectivas que perpetuamente reclamarán su atención, y le será tan imposible no detenerse a mirarlas como volar».

[8] Al lector astuto le extrañará esta decisión, teniendo en cuenta que Spinetta era argentino y no español. Valls no lo sabía por aquel entonces, y para cuando aprendió el suficiente castellano como para darse cuenta de su error geográfico, la vida cultural barcelonesa ya le tiene atrapado en sus garras.

[9] En este punto me veo obligado a hacer un alto. Ningún ser humano con un mínimo de imaginación podrá negarme que es una extraordinaria casualidad que Boris Varai Derrosa y Luis Alberto Spinetta, los mentores e inspiradores absolutos de Brasero y Valls, respectivamente, fallecieran al mismo tiempo, y precisamente cuando sus dos «ahijados» acababan de completar su obra conjunta. La misteriosa desaparición de Spinetta en el momento exacto en que los poetas pasan por Argentina, y su inmediato fallecimiento, levantan un sinnúmero de sospechas. Los autores nunca quisieron pronunciarse al respecto, ni tampoco Corpas el Joven, así que me atreveré a decir lo que todos piensan: Derrosa y Spinetta eran la misma persona: Catáfito, Buttadeus, Larry el Caminante, el Joseph Cartaphilus borgiano; efectivamente, el mismísimo judío errante condenado por Dios a la inmortalidad y que, queriendo expiar su pecado, tuvo a bien orientar las vidas de Brasero y Valls para que convergieran y dieran lugar a una obra que es ya tan inmortal como él mismo. Lo digo sin ningún tapujo: Derrosa/Spinetta no murió, sino que simplemente retomó su peregrinaje, o acaso ascendió por fin a los cielos, redimido con creces de su desplante al Redentor.

[10] Saussure consideraba que el significante lingüístico es una «imagen acústica». Esta evidente sinestesia (¿acaso puede una imagen, que se percibe por la vista, ser «acústica»?) parece más propia de Brasero y Valls que del serio y metódico lingüista suizo, padre de la lingüística moderna. En realidad, muchos pensadores y estudiosos consideran que Saussure se adelantó a su época, y por lo tanto no es del todo descabellado pensar que, de haber coincidido con Varai Derrosa, tal vez hoy tendríamos que hablar de tres autores de Lugares para precipitar: Brasero, Valls y Saussure. La «imagen acústica» de Saussure tiene un sabor tan claramente derrosiano y spinettiano que no descarto la posibilidad de que nuestro viejo amigo Catáfito también se ocultase bajo el espeso mostacho del ginebrino.

[11] PEIRCE, Charles S. Collected Papers of Charles Sanders Peirce, vols. 1-8. Cambridge. Normalmente soy algo reticente a recomendar esta edición de los escritos de Peirce, porque presenta ciertos criterios de selección que, por ser temáticos y no cronológicos, imprimen a la obra de Peirce un halo de incoherencia que el fundador del pragmatismo y la semiótica no tenía. Mucho mejor, a este respecto, es The Essential Peirce (en 2 volúmenes), publicado entre 1992 y 1998 por Indiana University Press, que funciona como una excelente presentación breve de Peirce. Para el neófito, sin duda recomiendo que comience por la segunda, y que sólo después se atreva a atacar la primera.

[12] Espero que sepan perdonar este arrebato literario que rompe con un estilo por lo general sobrio y objetivo. Si lo que desean es leer un estudio completo y exhaustivo de los símbolos y los temas de Lugares, les invito a consultar el capítulo séptimo de mi Antología poética comentada (Martínez, Lt. Madrid: Editorial Prometeo, 2016).

[13] El lector atento, que espera siempre el mínimo error del autor para sonreír de forma conmiserativa, apuntará aquí que no es posible que Lugares fuese la obra iniciadora de la litareteratura, si acabo de citar cuatro títulos que también se pueden considerar parte de ella. Hablando ahora en términos biológicos, esos cuatro libros son litareteratura por analogía, no por homología: se encuentran cumpliendo la misma función, pero no comparten un mismo origen o propósito. Mejoran al hombre, pero no lo pretendían, como sí lo pretenden Lugares para precipitar, Alá Sazón, Don Fistro o el can de amor, Bocata de sartén o Roberto Alcázar y el tejón de jade, libros que nacen ex profeso con esa intención.

domingo, 10 de enero de 2016

Astros

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La noche era fría, pero la capa de lana roja que me cubría desde los hombros hasta los tobillos, el mullido acolchado de mi casco y los gruesos calcetines que vestía bajo las caligae me aislaban de las inclemencias del tiempo. Acodado sobre el borde de cobre de mi scutum, y sujeta la mano derecha al robusto pilum, me iba adormilando en la oscuridad absoluta de la noche sin estrellas. Por suerte, mi compañero Cato, que hacía guardia unos pasos más allá, me despertó tirándome una piedrecilla al casco, que resonó en el silencio de la noche.

—Lacerta, espabila.

Sacudí la cabeza para despejarme, me enderecé y arqueé la espalda hacia atrás. Las bandas de hierro de mi segmentata claquetearon, y las tiras de cuero que las mantenían unidas se tensaron. Las carrilleras del casco, que llevaba desatadas, se abrieron hacia atrás como las alas de un águila. Observé el horizonte. La noche era tan cerrada que apenas podía ver nada más allá de la empalizada. Pero si nosotros no podíamos, el enemigo tampoco. O eso pensábamos.

Abrí la boca para responder a Cato con algún comentario ingenioso, pero antes de que el aire saliese de mis pulmones un sonido restalló en la noche, en algún lugar frente a nuestro campamento. Era imposible localizar el origen del estruendoso chasquido, por mucho que Cato y yo nos esforzásemos. Estaba demasiado oscuro. Pero no nos hizo falta.

De pronto, las nubes por encima de nosotros se iluminaron con un brillo rojo anaranjado. Era como si el mismo Jove rasgara el cielo con sus rayos. Observé con fascinación aquellos jirones de nube roja, esperando que en cualquier momento ocurriera algún nuevo portento, cuando de repente de entre el cielo cubierto surgió una esfera roja, dispersando violentamente las nubes. Caía del cielo a gran velocidad, y a medida que se acercaba vi que el brillo rojo se debía a las llamas que envolvían aquel proyectil celestial. Otro chasquido resonó en la noche, pero esta vez el sonido fue acallado por el creciente silbido de aquella bola llameante, que se dirigía directamente a nosotros. Me precipité hacia la escalera de acceso a la empalizada, y me giré hacia Cato para asegurarme de que me siguiera. Había que avisar al optio Barbatus y preparar la defensa. Pero Cato estaba paralizado, la mirada fija en el cielo, las piernas completamente rígidas. Su scutum cayó al suelo y se balanceó sobre el umbo. Antes de que pudiera reaccionar, la esfera, que tenía el tamaño de una cuadriga, cayó sobre nuestra posición, destrozando la empalizada y proyectándome contra el suelo entre pedazos de madera, ascuas y nubes de polvo y ceniza.

Tras el impacto, logré ponerme de pie y comprobé que no tuviera ninguna lesión grave. Me había desollado el antebrazo derecho y la cabeza me dolía por el golpe contra el casco, pero estaba bien. Busqué con la mirada mi equipo. El scutum, hecho trizas, estaba repartido por todas partes, y no había rastro del pilum. Incluso mi pugio debía de haber salido volando por los aires. Sólo mi viejo gladio colgaba de la fina correa de cuero que me cruzaba los hombros sobre la segmentata. Cuando eché a andar hacia nuestro puesto de vigía, ahora destrozado, me di cuenta de que no podía caminar con normalidad con la pierna derecha. No había rastro de Cato. En el campamento, los hombres empezaban a salir de sus tiendas, a medio vestir, a medio armar. El tintineo de las armaduras, los pies desnudos corriendo de tienda en tienda y los gritos de alarma me dieron al menos algo familiar a lo que aferrarme, y reactivar mis sentidos aturdidos. En ese momento me di cuenta de que los chasquidos no habían cesado. Elevé la vista hacia el cielo, y por un momento pensé que me había vuelto loco. Decenas de esferas ardientes como la que acababa de destrozar el puesto de vigía iluminaban el cielo, como astros, y se desplomaban sobre el campamento desde todos los ángulos. Sin duda los hecatónquiros arrojaban proyectiles de cien en cien una vez más. El cielo, antes completamente negro, ahora parecía un hogar sembrado de brasas. El brillo conjunto de todos los proyectiles iluminó el campamento con un resplandor anaranjado, y pude ver en las caras crispadas de mis compañeros el miedo y la incomprensión más absolutos, un momento antes de que empezaran a caer sobre nosotros.